domingo, 16 de enero de 2011

La hija del sepulturero


Sinopsis

En 1936, los Schwart, una familia de inmigrantes desesperada por escapar de la Alemania nazi, se instala en una pequeña ciudad de Estados Unidos. El padre, un profesor de instituto, es rebajado al único trabajo al que tiene acceso: sepulturero y vigilante de cementerio. Los prejuicios locales y la debilidad emocional de los Schwart suscitan una terrible tragedia familiar. Rebecca, la hija del sepulturero, comienza entonces su sorprendente peregrinación por la «América profunda», una odisea de riesgo erótico e intrépida imaginación que la obligará a reinventarse a sí misma.

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Que Joyce Carol Oates es la sensación del mundo editorial del momento no es nada nuevo para muchos, pero el por qué está reflejado con claridad en esta novela.

Con esta novela la escritora saltó a la fama y no es de extrañar, es una novela cruda, que a veces peca de densa y de excesivamente descriptiva, pero terriblemente verídica, escrita con una maestría increíble que deja al lector inmerso en la historia.

La trama no es una historia policíaca, ni un thriller, ni nada que se lo parezca pero la aparente normalidad de la vida de la protagonista, no tiene nada de mundano y algunos momentos aceleran el corazón y hasta encogen el alma del lector por su sencilla dureza. La hija del sepulturero es una historia de una superviviente, de la capacidad del ser humano para seguir adelante a pesar de todas las trabas que se interpongan en su camino.

Además Oates da una visión crítica, pero realista, de los valores de la imagen para los americanos, de la solidaridad y del ostracismo. La autora, en resumen, nos transporta a la América de la guerra y la posguerra, a un país herido en su orgullo, donde se trata a los judíos como máximo culpable de lo ocurrido a su país.

Lo contado hasta ahora resume con claridad la primera parte del libro, pero la segunda parte es aún más magnífica, ya que la autora cambia tanto de narrador como de registro, las emociones quedan apartadas a un segundo plano y lo que prima es la imagen por encima de todo. Una sobrecogedora historia contada desde los ojos de un niño.

Sin embargo para mí la guinda final a este libro es el epílogo, parte fundamental de la historia que sin decir concretamente nada dice muchas cosas, y que a su vez deja una incertidumbre en quienes lo han leído, difícil de aplacar.

En resumen un gran libro, que a aquellos que tengan la valentía de pasar de las 50 primeras páginas, recompensará con creces

sábado, 8 de enero de 2011

La conjura de los necios




La conjura de los necios, por John Kennedy Toole

Ignatius Reilly –una mezcla de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, reunidos en una sola persona–, que vive a los 30 años con su estrafalaria madre, ocupado en escribir una extensa y demoledora denuncia contra nuestro siglo, tan carente de “teología y geometría” como de “decencia y buen gusto”: un alegato desquiciado contra una sociedad desquiciada. Por una inesperada necesidad de dinero, se ve “catapultado en la fiebre de la existencia contemporánea”, embarcándose en empleos y empresas de lo más disparatado.

La conjura de los necios es uno de esos libros que hay que leer. Que alguien te lo cuente no tiene el mismo efecto que leerlo ni por asomo. Es divertido, irónico y ridículo. O, lo que viene siendo lo mismo, magnífico.

Ignatius J. Reilly es el héroe más antihéroe y más excéntrico de la literatura (léase, el mejor). Sigue viviendo con su madre, la pobre, que sufre de una ‘arturitis’ atroz de tanto pimplar el codo. El problema de su válvula pilórica le tiene frito, pero no más que sus sábanas marrones tienen frita a su madre. No ha trabajado en su vida por haberse dedicado enteramente a su “denuncia contra nuestro siglo”, pero su iniciación en el mundo laboral le lleva a coincidir con los personajes secundarios más exóticos, cuya lista voy a copiar descaradamente de la tapa de mi libro:

Darlene la stripteaseuse de la cacatúa; Burma Jones, el quisquilloso portero negro del cabaret “Noche de Alegría”, regentado por la rapaz Nana Lee, quien complementa sus ingresos como modelo de fotos porno; el patrullero Mancuso, el policía más incompetente de la ciudad; Myrna Minkoff, la estudiante contestataria, amiga de Ignatius; Dorian Greene, un líder de la comunidad gay; la desternillante octogenaria Miss Trixie, siempre enfurecida porque no le dan la jubilación.

Tengo que admitir que sus correspondencias con Myrna Minkoff son mis episodios favoritos del libro. Le tengo apego a Myrna Minkoff –sus discusiones son de lo más entretenidas. Y la labia, el vocabulario y el morro de Ignatius hace que las discusiones, y toda la historia, sean brillantes.

Todo esto, ambientado en la Nueva Orleans de los años 60. Una ciudad, en palabras de Ignatius, “famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas… gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos.”

El niño de mamá que es Ignatius en el fondo proporciona risas garantizadas. Y, si no, es que nuestro sentido del humor difiere y entonces estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo.

Y, para abrir boca, el primer párrafo del libro –un ejemplo genial de la maravilla que es la prosa de esta novela imprescindible:

Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y a la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.