sábado, 8 de enero de 2011

La conjura de los necios




La conjura de los necios, por John Kennedy Toole

Ignatius Reilly –una mezcla de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, reunidos en una sola persona–, que vive a los 30 años con su estrafalaria madre, ocupado en escribir una extensa y demoledora denuncia contra nuestro siglo, tan carente de “teología y geometría” como de “decencia y buen gusto”: un alegato desquiciado contra una sociedad desquiciada. Por una inesperada necesidad de dinero, se ve “catapultado en la fiebre de la existencia contemporánea”, embarcándose en empleos y empresas de lo más disparatado.

La conjura de los necios es uno de esos libros que hay que leer. Que alguien te lo cuente no tiene el mismo efecto que leerlo ni por asomo. Es divertido, irónico y ridículo. O, lo que viene siendo lo mismo, magnífico.

Ignatius J. Reilly es el héroe más antihéroe y más excéntrico de la literatura (léase, el mejor). Sigue viviendo con su madre, la pobre, que sufre de una ‘arturitis’ atroz de tanto pimplar el codo. El problema de su válvula pilórica le tiene frito, pero no más que sus sábanas marrones tienen frita a su madre. No ha trabajado en su vida por haberse dedicado enteramente a su “denuncia contra nuestro siglo”, pero su iniciación en el mundo laboral le lleva a coincidir con los personajes secundarios más exóticos, cuya lista voy a copiar descaradamente de la tapa de mi libro:

Darlene la stripteaseuse de la cacatúa; Burma Jones, el quisquilloso portero negro del cabaret “Noche de Alegría”, regentado por la rapaz Nana Lee, quien complementa sus ingresos como modelo de fotos porno; el patrullero Mancuso, el policía más incompetente de la ciudad; Myrna Minkoff, la estudiante contestataria, amiga de Ignatius; Dorian Greene, un líder de la comunidad gay; la desternillante octogenaria Miss Trixie, siempre enfurecida porque no le dan la jubilación.

Tengo que admitir que sus correspondencias con Myrna Minkoff son mis episodios favoritos del libro. Le tengo apego a Myrna Minkoff –sus discusiones son de lo más entretenidas. Y la labia, el vocabulario y el morro de Ignatius hace que las discusiones, y toda la historia, sean brillantes.

Todo esto, ambientado en la Nueva Orleans de los años 60. Una ciudad, en palabras de Ignatius, “famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas… gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos.”

El niño de mamá que es Ignatius en el fondo proporciona risas garantizadas. Y, si no, es que nuestro sentido del humor difiere y entonces estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo.

Y, para abrir boca, el primer párrafo del libro –un ejemplo genial de la maravilla que es la prosa de esta novela imprescindible:

Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y a la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario